Jacques Portefaix

Jacques nació en 1753 en Villeret, siendo su padre Pierre Portefaix y su madre Madeleine Meissonnier.

Sus padres tuvieron 10 hijos, de los que, desgraciadamente, sólo sobrevivieron cuatro: Jacques, el mayor, Madeleine, Antoinette y Mathieu.
A causa de la Bestia del Gévaudan, Jacques Portefaix conoció una vida muy diferente a la de sus compañeros de lucha.

El valor que demostró en la Coustasseyre aquel 12 de enero de 1765 le valió, además de una fama que sobrepasó los límites de la Margeride, una pensión anual de 300 libras que le fue pagada a lo largo de sus estudios por los servicios financieros del Rey.
Gracias a ella adquirió una buena educación, una valiosa profesión y encuentros con algunos importantes personajes de su época, incluido el propio Rey.

Mientras que sus compañeros permanecieron en la Margeride para ser campesinos o artesanos, como sus padres, Jacques Portefaix disfrutó de un ascenso social fuera de lo común en aquella época para el hijo de un agricultor.


Cuando murió a los 32 años, el 14 de agosto de 1785, la Bestia llevaba muerta ya 18 años.

Lo que no es tan conocido es que Jacques, para relatar su aventura contra la bestia, pero también para intentar alertar al rey del desamparo de los habitantes del Gévaudan, escribió una memoria, que el señor de Saint-Priest (Intendente del Languedoc) envió al señor de Laverdy (Inspector General de Finanzas)
Este documento jamás ha sido encontrado y el Sr. Lagrave, en su libro "Jacques Portefaix, un niño en el tiempo de la Bestia", ha imaginado lo que habría podido escribir Jacques Portefaix:

"Majestad,

No tenía más que diez años cuando mis compañeros y yo fuimos atacados en la Coustasseyre por la bestia, en los alrededores de nuestro pueblo, que es Villaret de Apcher, en la Margeride del Gévaudan.

En aquel suceso, yo demostré valentía y vos tuvisteis la gran bondad de reconocerla y recompensarla. Gracias a vuestra generosidad, he aprendido a leer y a escribir con los Hermanos de la Doctrina de Montpellier. También a reflexionar.

Estas son algunas reflexiones sobre ese suceso, único en la historia de vuestro reino, que me atrevo a presentaros en esta humilde memoria. Os suplico que me perdonéis por la audacia de dirigirme a vos, yo que no soy más que un plebeyo, hijo de un campesino. Mi único deseo es aportar a vuestra Grandeza un poco de luz en el ejercicio de la magnanimidad con la que cubrís a este pueblo francés que tanto amáis.

Esa bestia no era un lobo. Aunque joven, yo ya había visto algunos, vivos en los bosques de mi tierra, acercándose a nuestros caminos y nuestros rebaños, de regreso de ferias o velatorios, o muertos cuando alguno de nosotros mataba uno y lo llevaba sobre su espalda para enseñarlo, de granja en granja, para recibir algunas monedas, como recompensa a su valor.
Y la bestia, yo la vi de cerca cuando nos atacó en el prado: su pelo negro y sucio ocultando su cara, las uñas largas y melladas terminando sus manos como en garras, el pecho hacia delante como el que tiene lo que aquí se llama ‘lumbago’.

Una bestia que era un hombre, un hombre que ya no lo era. Con la apariencia de una bestia sin serlo realmente. Como en el cuento de la bella y la bestia. Durante el ataque, se erguía sobre sus patas traseras y empleaba los brazos y las garras para llevarse a uno de nosotros, cosa que consiguió hacer. Cuando comprendió que nuestras bayonetas eran muy peligrosas para sus costados y abandonó al pequeño Jean Veyrier, yo la vi correr sobre sus patas traseras, que eran piernas, y la vi rodar en el arroyo cercano como para ahogar la maldad de la que estaba llena.

Perdonad mi audacia, Monseñor, pero debo decíroslo, los que han declarado que la bestia era un lobo os mintieron. Yo que he visto a la bestia de cerca, debo deciros la verdad: la bestia no era un lobo, ni un oso (los cazadores de osos pasan por nuestros pueblos y nosotros conocemos a los osos), ni una hiena, ni ningún otro animal. La bestia era un hombre maldito, arrastrado hacia el crimen, poseído sin duda por el diablo en persona. Hoy ya ha pagado por sus odiosos pecados. El motivo de esta memoria no es denunciarlo, sino intentar explicar este tenebroso asunto y aclarar este misterio.

Majestad, es necesario que vos lo sepáis: vuestro humilde pueblo de Margeride es muy desgraciado. Un suelo ingrato, inviernos de hielo, veranos de ceniza, impuestos muy pesados, vuestros súbditos sufren mucho. Guardan silencio como buenos súbditos de vuestra Majestad que son, pero su miseria es muy difícil de soportar. Si pudieran acercarse a vos y contaros sus sufrimientos, sin duda vuestra Bondad hallaría remedio a su situación. Pero nadie escucha sus quejas. Los señores del país están en sus castillos, Monseñor Obispo está en Mende, a más de cincuenta leguas de nosotros. Solos, los curas de nuestras parroquias se compadecen y sufren con nosotros. Ninguna voz se levanta para hablar de nuestro destino y pedir socorro.

¿Estamos condenados para siempre a este abatimiento?

¡Ah! Si vuestra Majestad estuviese informada, sin duda respondería a su llamada, de igual manera que vos habéis sabido hacerme pupilo, lo que nunca tendré tiempo suficiente para agradeceros. Pero vos estáis en Versalles. Vuestros cortesanos y ministros no os hablan apenas de nuestras desgracias. ¿Qué podrían hacer nuestros campesinos en Gévaudan, para ser oídos por vuestra Bondad y recibir vuestro auxilio?

Fue entonces cuando llegó a nosotros esta bestia, trayendo consigo la violencia. Desde las primeras víctimas, aparecen grabados y se difunden por Francia y Europa. Las endechas se cantan en las ferias, los periódicos y gacetas hablan de los crímenes del monstruo. En fin, ¡que se habla del Gévaudan!

¿Tal vez todo esto haría que se conozca nuestra miseria? ¿Tal vez los gritos de las víctimas llegarían a ser escuchados por nuestro Rey Bien Amado? A causa de esta bestia que muerde la carne de sus hijas, ¿acudiréis en ayuda de sus horrorizados padres? Ahora, para alivio suyo, se han prometido recompensas por parte del Obispo de Mende, por el Gobernador de vuestra provincia y por vuestra Majestad.

Entonces, en medio de los tormentos que oscurecían su conciencia, los hombres de Margeride pensaron que esta violencia tenía que continuar para hacerles salir de su desesperación. Sus propios hijos eran las víctimas, pero, antes que permanecer para siempre en ese estado extremo, era mejor soportar los crímenes de la bestia, hasta que llegaran vuestros favores. Aceptaron la muerte de sus hijos esperando que ello les permitiera mejorar una condición que ya no podían soportar.

Y la bestia continuó con sus fechorías, un día aquí, otro día allá. A menudo niños.
Hasta el día en que esta violencia se volvió más insoportable aún que la miseria.
Entonces, ellos mismos, sin revelar nada del crimen, se libraron de esta bestia innombrable en la que habían puesto sus esperanzas.
Para entender esta abominación, Majestad, es necesario haber vivido día tras día la vida de estos hombres.

Las mujeres que dan a luz a sus hijos muertos porque no tienen fuerzas para aguantar hasta el final, los niños demasiado pálidos que mueren de anemia porque los nabos con los que los alimentan no son suficiente, el granizo que destruye la cosecha y deja los graneros vacíos provocando un año de hambre, la sequía que abrasa las ‘hierbas para sopa’ en los jardines y obliga a sustituirlas por ortigas, los impuestos que no se pueden pagar, las corveas que abruman cuando ya se está agotado por el exceso de trabajo.

Os suplico, Majestad, que me perdonéis por deciros estas duras verdades, que son las de vuestro pueblo que os ama y confía en vos.

Majestad, yo, Jacques Portefaix, vuestro pupilo lleno de gratitud, ¿osaré a decíroslo?
Abandonad la compañía de vuestros cortesanos e id con vuestro pueblo. Escuchad sus quejas, tan numerosas que podrían llenar cuadernos.
Cesad vuestras guerras tan costosas y aligerad la carga de los impuestos.
Suprimid las pensiones a las bellas damas, las fiestas demasiado suntuosas y los gastos inútiles.
Entonces podréis cuidar a vuestros súbditos, alimentarlos mejor y vestirlos como seres humanos.

Majestad, al igual que Juana de Arco oía voces que le ordenaban ponerse al servicio de vuestro antepasado para expulsar a los enemigos de vuestro reino, yo también, hijo de un campesino de la Margeride, escucho voces, las del pueblo francés.

Contra el estado actual de la sociedad, claman por la violencia, quizás por la revolución.

Haced que la violencia que hemos conocido en Margeride por causa de la bestia no se extienda por todo el Reino.

¡Majestad! Os lo suplico, escuchad nuestras penas.”
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