Historia

A comienzos de junio de 1764, una mujer de Langogne, en el Gévaudan, que cuidaba de su rebaño de bueyes en las afueras del pueblo fue atacada por una bestia feroz. Los perros, al ver a la Bestia, huyeron temblando de miedo con el rabo entre las patas; los bueyes, por el contrario, se agruparon valientemente en torno a su guardiana y pusieron al animal en fuga. La mujer, por lo demás, no resultó herida; regresó a Langogne muy nerviosa, con el vestido y la blusa hechos jirones. Por la descripción que hizo del monstruo que la había atacado, se pensó que el miedo la había perturbado. Era un lobo, simplemente, aseguraban los escépticos; quizás un lobo rabioso; no era un hecho extraño, y no se habló más del asunto.

Pero algunas semanas más tarde se extiende por todo el valle del Allier superior el rumor de que la Bestia ha reaparecido. El 30 de junio, en Saint-Étienne-de-Lugdarès, en el Vivarais, devora a una muchacha de catorce años; el 8 de agosto, ataca a una niña de Puy-Laurent, en el Gévaudan, y la despedaza. Tres muchachos de quince años del pueblo de Chayla-l’Évêque, una mujer de Arzenc, una muchacha de la aldea de Thorts y un pastor de Chaudeyrac, son encontrados muertos en el campo; sus cuerpos, horriblemente mutilados, apenas son reconocibles. En septiembre desaparecen una niña de Rocles, un hombre de Choisinet y una mujer de Apcher; sus restos y los jirones de sus ropas se recuperan esparcidos por el campo y el bosque. El 8 de octubre, un joven de Pouget regresa al pueblo aterrorizado y medio muerto: se encontró en un huerto con la Bestia, que le desgarró la piel del cráneo y del pecho. Dos días más tarde, a un niño de trece años, de igual forma, le abre la cabeza y le arranca el cuero cabelludo. El 19 de octubre, una chica de veinte años aparece horriblemente destrozada en un prado en los alrededores de Saint-Alban,: la Bestia se había ensañado con ella, “se bebió toda su sangre”, y devoró sus vísceras.

Todo el Gévaudan se estremeció. El capitán Duhamel, asistente del comandante de los Dragones de Langogne, se puso voluntariamente a la cabeza de una tropa de intrépidos campesinos con el objetivo de dar caza a tan misterioso animal. Persiguió y dio muerte a un gran lobo, lo que le valió 18 libras de recompensa, pero eso no tranquilizó a la gente del campo; ese vulgar lobo no era la Bestia, como intentaban hacerles creer, y, de hecho, casi inmediatamente se supo que la Bestia se estaba burlando de sus cazadores y proseguía con sus estragos. Una tarde de octubre, un campesino del pueblo de Julianges, Jean-Pierre Pourcher, estaba colocando unos haces de paja en su granja; caía la tarde y la nieve cubría el campo. De repente, una sombra pasa delante de la estrecha ventana del cobertizo. “Una especie de pavor” se apodera de Pourcher, descuelga su fusil, se coloca junto al tragaluz de su establo y descubre en la calle del pueblo, ante la fuente, un animal monstruoso, como nunca había visto antes.

“Es la Bestia, es la Bestia!”, se dice.

Aunque era muy fuerte y valiente, temblaba hasta el punto de que sus manos apenas podían sostener el arma. A pesar de ello, después de hacer la señal de la cruz, apoya el arma en el hombro, apunta y dispara; la bestia cae, se levanta, sacude la cabeza sin moverse del sitio y mirando a todos lados con un aire furioso. Pourcher dispara por segunda vez: la Bestia lanza un grito aterrador, dobla sus patas traseras y huye haciendo “un ruido parecido al de una persona que se aleja de otra después de una pelea.” Desde aquella tarde, Pourcher se convenció totalmente de que, a menos de que ocurriera un milagro, todos los habitantes del Gévaudan estaban condenados a ser devorados …

Tales rumores extendieron el terror hasta lugares lejanos; las labores del campo se abandonaron, los caminos quedaron desiertos; la gente no salía de sus casas si no era en grupos fuertemente armados. El capitán Duhamel y sus dragones realizaban batidas diarias; 1.200 campesinos, portando fusiles, guadañas, lanzas y palos, le servían de escolta; desde el momento en el que se conocía una nueva fechoría de la Bestia, se lanzaban en masa en su persecución. El señor de Lafont, síndico de Mende, el señor de Moncan, comandante general de las tropas del Languedoc; un noble de la región, el señor de Morangiés, y Mercier, el cazador más intrépido del Gévaudan, se pusieron en campaña; rastrearon el territorio, desde Langogne a Saint-Chély y de Malzieu a Marjevols. Los voceadores iban de pueblo en pueblo, reclutando a los campesinos; los valientes se movilizaban y, a través de los nevados caminos, partían con determinación a la búsqueda del monstruo.

Un día, la tropa comandada por el señor Lafont, en marcha desde hacía setenta y dos horas, se detiene súbitamente, muy cerca del castillo de la Baume. “¿Qué hay? ¡La Bestia! ¡La Bestia está ahí!” Acaban de verla escondida detrás de un muro; está recostada sobre el vientre y acecha a un joven pastor que, a cierta distancia, cuida de unos bueyes en unos pastos. Pero la bestia descubre al enemigo y, de varios saltos, llega hasta un bosque cercano. Esta vez la tienen: unos campesinos, en número de cien, se lanzan tras ella y cercan el bosque, mientras que otros, con precaución, se deslizan entre las ramas, sacudiendo la maleza… La Bestia, acorralada, toma impulso. Un cazador le dispara a diez pasos; cae, se levanta, recibe un segundo balazo, cae de nuevo, se levanta otra vez y regresa al bosque cojeando. La persiguen, le disparan desde todos lados; ahí está de nuevo en la pradera, cayendo después de cada descarga, pero levantándose siempre; finalmente, la ven regresar al bosque y desaparecer.

La persiguen hasta la noche sin encontrarla. Como la creían muerta, dejan para el día siguiente la búsqueda de su cadáver. Al amanecer, 200 hombres, bien armados, exploraron todos los matorrales, apartando las ramas, registrando los montones de hojas caídas, hasta que se sabe que dos mujeres, que se habían aventurado a salir al campo con la buena noticia de que la Bestia estaba muerta, la han visto pasar, muy viva aunque un poco renqueante. Dos días después, a tres leguas de allí, un joven de Rimeize fue encontrado completamente ensangrentado, la piel del cráneo arrancada y el costado abierto. El mismo día, una niña de Fontan es mordida en la mejilla y en el brazo; y en un campo cercano a la residencia del señor de Morangiès se encuentra el cadáver despedazado de una chica de veinte años que, a pesar de su miedo, fue obligada por sus padres a ir a ordeñar a las vacas. ¡Es desesperante! De los diez mil cazadores que, a finales de octubre, estaban en campaña, ya no queda ninguno que no considere inútil todo intento posterior; el Gévaudan debía resignarse y soportar con piadosa paciencia esta misteriosa y cruel plaga.

En este momento ya era bien sabido que la Bestia no era un lobo. Mucha gente la había visto y daban de ella descripciones concordantes: era un animal fantástico, del tamaño de un ternero o de un asno; tenía el pelo rojizo, la cabeza grande, bastante parecida a la de un cerdo, la boca siempre abierta, las orejas cortas y rectas, el pecho blanco y muy ancho, la cola larga y tupida con la punta blanca. Algunos decían que su patas traseras estaban provistas de cascos como los de un caballo.

La Bestia parecía dotada de una especie de ubicuidad, lo cual denotaba una agilidad sorprendente; el mismo día se había constatado su presencia en lugares distantes uno de otro entre siete y ocho leguas. Le gustaba erguirse sobre su parte trasera y hacer ‘pequeñas muecas’; en ese caso, parecía ‘alegre como una persona’ y aparentaba no tener maldad. Cuando la acosaban, cruzaba los ríos de dos o tres saltos; pero, si tenía tiempo, se la veía caminar sobre el agua sin mojarse. Alguno aseguraba haberlo oído reír y hablar. Era ya una tradición que, en cuanto una madre regañaba a su hijo y le amenazaba con la Bestia, ésta, avisada no se sabe por quién, llegaba y apoyaba sus patas delanteras sobre el marco de la ventana y contemplaba con un aire arrogante al bebé prometido a su codicia. Por otra parte, la Bestia rara vez devoraba el cadáver de sus víctimas, conformándose con desgarrarlo, chupar la sangre, arrancar el cuero cabelludo y llevarse el corazón, el hígado y los intestinos.

La calamidad que azotaba al Gévaudan estremecía a todo el reino; la noticia pasó desde los periódicos de Clermont y de Montpellier a las gacetas parisinas, y la Bestia se convirtió, en la villa y corte, en el tema de todas las conversaciones.
El mismísimo rey Luis XV, a pesar de que tenía otras preocupaciones, se compadeció de sus infelices súbditos del Alto Languedoc y su ministro dio la orden de utilizar las tropas. De acuerdo con sus instrucciones, el capitán Duhamel, a la cabeza de sus dragones, instaló su cuartel general en Saint-Chély; se reunió con los tiradores más afamados de la región: los señores de Saint-Laurent y de Lavigne; después diseñó un plan de campaña que consistía en ocho batidas. Se prometió una recompensa de dos mil, luego de seis mil libras, a aquel que matara a la Bestia; en los sermones de todas las parroquias se dio lectura a estas disposiciones, y el anuncio de tan sabias medidas reconfortó algo a los campesinos. A menos de que hubiera sido vomitado por el infierno, el monstruo, a buen seguro, debía sucumbir y no tardaría en dársele fin. Además, para mayor certeza, sus señorías de los Estados del Languedoc ordenaron que los restos fueran llevados a la sede de sus sesiones, con el fin de que todos pudieran comprobar que la Bestia finalmente había sido exterminada.

Las ocho batidas se efectuaron, en el orden establecido, del 20 al 27 de noviembre: no dieron ningún resultado. En cuanto las tropas regresaron a su acuartelamiento, se supo que, durante la expedición, la Bestia había llegado hasta cerca de Sainte-Colombe; allí mató a cinco niñas, una mujer y cuatro niños… El terror se intensificó: el obispo de Mende dedicó una carta pastoral a esta desolación pública, y se elevaron oraciones en toda la diócesis para que pluguiese a Dios enviar un nuevo San Jorge, con la veneración de toda la región garantizada de antemano. Y mientras los habitantes se dedicaban a rezar, la Bestia, en pleno día, el 6 de enero de 1765, se llevó a una madre de familia: Delphine Courtiol, en el pueblo de Saint-Méry. Esta era, se aseguraba, su víctima número 60, sin contar a los desdichados, muy numerosos, a los que, en seis meses, había herido o lisiado.

En esta época -enero de 1765- tiene lugar un incidente que conmueve a todo el país. El día 12 de enero, un pastor del pueblo de Chanaleilles de doce años de edad y llamado André Portefaix, cuidada de sus animales en la montaña. Estaba acompañado por cuatro compañeros y por dos niñas menores que él: por miedo a la Bestia, estos niños iban armados con palos, en cuyos extremos habían clavado unas cuchillas. Una de las pequeñas, de repente, dio un grito: la Bestia acababa de aparecer de detrás de un arbusto a pocos pasos de ella.

Jacques Portefaix reúne a todo el grupo: los más fuertes delante, protegiendo al resto; el monstruo gira a su alrededor, echando espuma por la boca. Los valientes pequeños, apretados unos contra otros, hacen la Señal de la Cruz e intentan defenderse a golpes. Pero la Bestia, lanzándose, agarra a uno de los niños por la garganta y se lo lleva: es el pequeño Panafieux, de ocho años. Portefaix, heroicamente, se lanza en persecución de la fiera, le lanza varias cuchilladas y la obliga a abandonar a su presa; la mejilla de Joseph Panafieux es arrancada por la Bestia, que se la come allí mismo, de tres bocados. Cogiéndole gusto, ataca por segunda vez al aterrorizado grupo, derriba a una de las niñas de un golpe de su horrible hocico y muerde a uno de los chicos en los labios –se llamaba Jean Veyrier-, le agarra por el brazo y lo arrastra.

Otro de los niños, muy asustado, grita que deberían sacrificarlo y aprovechar para huir el tiempo que la Bestia tarde en comérselo. Pero Portefaix afirma que salvarán a su compañero o morirán todos. Todos le siguen, incluso Panafieux, al que le falta una mejilla y la sangre ciega; todos, con gran valor, pinchan a la Bestia, intentando reventarle los ojos o cortarle la lengua; la hacen retroceder hasta una ciénaga, en la que, hundiéndose, abandona al niño. Portefaix se coloca entre ella y el niño y golpea con fuertes bastonazos el hocico del monstruo, que retrocede, se sacude y huye.

El informe original de esta hazaña fue enviado a Monseñor el obispo de Mende, quien lo remitió al rey. Éste decidió que cada uno de los siete pequeños campesinos de Chanaleilles recibiría 300 libras y que el joven Portefaix sería educado a cargo del Estado. Algunos meses más tarde, fue llevado con los Hermanos de Montpellier: diremos, para no extendernos más, que después de unos brillantes estudios, ingresó en el ejército y murió en 1795, siendo teniente de artillería colonial.

Toda Francia conoció, a través de revistas, canciones e ilustraciones, tan épico combate; si la celebridad de Jacques Portefaix fue inmediata, la fama de la Bestia aumentó con el suceso. De todos los puntos del reino –de Marsella y de Gascuña sobre todo- se ofrecían los héroes para liberar el Gévaudan. El más humilde cazador de alondras soñaba con ese disparo definitivo, sobre todo considerando que el rey había prometido un recompensa de 9.400 libras al afortunado cazador que acabara con el invencible y misterioso animal.
Las asustadas gentes no se desinteresaron por esta desgracia pública e idearon las más prudentes estratagemas: uno planteó la absurda idea de fabricar “mujeres artificiales” que se clavarían en picas en la linde de los bosques frecuentados por la Bestia. Era muy sencillo: un saco de piel de oveja simularía el cuerpo; otros dos, más alargados, representarían las piernas; todo rematado por un vejiga pintada a modo de cara y rellena de esponjas empapadas de sangre fresca, mezcladas con tripas envenenadas, de manera que se forzaría a la voraz Bestia a tragarse su propio fin.

Otro propuso elegir a veinticinco valientes, cubrirlos con pieles de león, oso, leopardo, ciervo, ternero, cabra, de jabalí y de lobo, con un gorro de cartón provisto de cuchillas. Cada uno de los así disfrazados debía llevar una cajita que contuviera doce onzas de grasa de cristiano o de cristiana mezclada con sangre de víbora, y armados con tres balas cuadradas mordidas por los dientes de una niña pequeña… Un tercero inventó una máquina infernal compuesta por treinta fusiles con treinta cuerdas atadas a los gatillos, los cuales debían ponerse en movimiento por las contorsiones de un ternero de seis meses forcejeando al ver a la Bestia.

Mientras que los caprichosos se dedicaban a inventar, la Bestia continuaba con sus estragos, y su audacia parecía crecer. Hacia el 15 de enero, despedazó a un niño de catorce años, Jean Châteauneuf, de la parroquia de Crèzes. Se celebró una misa en memoria de la víctima en la iglesia del pueblo y, al día siguiente, al anochecer, mientras el padre de Châteauneuf lloraba en la cocina, la Bestia se acercó a mirarlo por la ventana, poniendo sus patas delanteras sobre el marco. Châteauneuf podría haberla agarrado por las patas, pero no se atrevió. El 2 de febrero, cruzó al trote el pueblo de Saint-Amant, a la hora en la que los campesinos asistían a misa; confiaba en poder entrar en alguna casa y encontrar niños, pero todas las puertas estaban bien cerradas, y se marchó de allí, contrariada, después de haber estado husmeando por todos lados.

Se organizó entonces una gran cacería: Duhamel dio la orden a setenta y tres parroquias; 20.000 hombres respondieron a su llamada; los señores de toda la región se pusieron a la cabeza de sus campesinos; y este formidable ejército se puso en marcha el 7 de febrero. La región estaba cubierta de nieve; fue fácil encontrar la pista de la Bestia y seguir sus huellas. Cinco campesinos de Malzieu la dispararon: cayó dando un gran aullido, pero se levantó inmediatamente y desapareció… Como al día siguiente se encontró el cuerpo de una chica de catorce años, a la que, de un mordisco, había cortado la cabeza, se hizo con su cuerpo un señuelo, colocado en un buen sitio y rodeado por una línea de hábiles tiradores bien ocultos, pero la Bestia desconfió y ya no apareció más.

El desánimo fue inmenso; las cacerías infructuosas, las exigencias de los dragones, los gastos que su estancia imponía a los habitantes arruinaban la región mientras que el miedo, además, paralizaba a la gente hasta el punto de que ya no se atrevían a llevar al ganado a los pastos y los mercados se quedaron desiertos. Nunca una catástrofe tan terrible había golpeado al Gévaudan, y nadie podía prever el final de esta plaga.

Vivía por entonces en Normandía un viejo caballero, llamado Denneval, cuya reputación como cazador de lobos era grande. Según aseguraba, había matado a lo largo de su vida a mil doscientos lobos; las hazañas de la Bestia del Gévaudan le quitaban el sueño: emprendió el viaje a Versalles, consiguió hacerse presentar al rey Luis XV, y le ofreció sus servicios, que fueron aceptados. Juró a su majestad que mataría a la Bestia y la llevaría disecada a Versalles, para que todos los señores de la corte fuesen testigos de su triunfo. El rey le deseó buena suerte y Denneval se puso en camino.

El 19 de febrero llegó a Saint-Flour con su hijo, dos piqueros y seis enormes dogos. Para no fatigar a sus perros, los normandos recorrían al día pequeños tramos, lo que la Bestia aprovechó para devorar –a razón de uno al día, aproximadamente- a una veintena de niños.
Denneval procedió con sensatez y lentitud en sus preparativos: quería estudiar cuidadosamente la insólita pieza que se disponía a cazar. Al verlo tan meticuloso, los campesinos patalearon de impaciencia; habían recuperado la confianza con el anuncio de la llegada de aquel hombre providencial enviado por el rey, y no dudaban de que, al primer disparo de su mosquete, los libraría de la Bestia

Pero no tenía prisa: exploraba detenidamente la región, señalaba aquí y allá los pasos de la fiera, y constató que, en terreno llano, cada uno de sus saltos tenía una longitud de veintiocho pies. Concluyó que “esta Bestia no será fácil de atrapar”. Por otra parte, sus perros seguían de camino y tenía que esperarlos antes de iniciar la caza.

Y luego, además, no quería rivales, y dio a entender que no intentaría nada si Duhamel y sus dragones no se retiraban. Discusiones e intrigas por este tema, el tiempo pasaba y la Bestia no ayunaba: el 4 de marzo devoró, en Ally, a una mujer de cuarenta años; el 8, en el pueblo de Fayet, se comió a una chica de veinte años; el 11, en un cobertizo, en Mallevieillette, despedazó a una niña de cinco años; fechorías parecidas el 12, el 13 y el 14, y en lugares tan alejados unos de otros que no se podía explicar la rapidez de sus movimientos. Este perpetuo vagabundeo inspiraba tanto terror por toda Francia que, al ocurrir ciertos incidentes similares en los alrededores de Soissons, se publicó por todas partes que la Bestia del Gévaudan estaba asolando al mismo tiempo Auvernia y Picardía.
Sin embargo, Denneval, muy tranquilo, pretendía actuar sin competidores. Duhamel se obstinaba en no abandonar el lugar… ¡Y la Bestia devorando gente!

Sería inútil detallar las disputas entre el normando y el dragón; como es fácil suponer, fue el normando quien venció: Duhamel se batió en retirada, con sus soldados, y abandonó la región, muy contrariado por dejar la victoria a su rival; porque nadie dudaba de que ahora, con libertad de movimientos, el temible cazador de lobos vencería pronto a la Bestia. Desgraciadamente, durante tres meses trató de darle caza, pero sin conseguirlo; los 10.000 campesinos que había puesto en pie no consiguieron cazar nada más que una pobre loba, que pesaba apenas cuarentas libra, y en cuyo cuerpo se encontraron unos trapos y pelo de liebre.

En vano recurrió Denneval a procedimientos indignos de su gran reputación; en vano envenenó un cadáver que expuso a modo de trampa en los alrededores de un bosque en el que se había señalado la presencia del monstruo: éste despedazó el cadáver, se dio un buen festín, y no dio la impresión de que le sentara mal. Después de diez semanas de batidas y de emboscadas, después de tantos tiroteos y trampas, tuvieron que admitir que se burlaba de la gente, de las balas y del veneno. Los cazadores más diligentes se desanimaron; Denneval se lamentaba de estar mal apoyado; los campesinos se reían de él y le consideraban incapaz de matar ni a un pequeño conejo. Los ánimos se encresparon; incluso el tono de la correspondencia oficial se volvió amargo, y se le reprochaba al normando el tener demasiado cuidado con sus pasos, su honor y sus perros.

Fue una buena época para la Bestia. Se mostraba a diario y no se privaba de nada. La lista de sus matanzas es terrorífica: en la Clause devoró a una niña de primera comunión, Gabrielle Peissier, a la que colocó tan bien la cabeza cortada, el vestido y el sombrero, que cuando descubrieron sus restos, creyeron que simplemente estaba dormida. El 18 de abril, mata a un vaquero de doce años, lo desangra como habría hecho un carnicero, se come sus mejillas, sus ojos, sus muslos y le disloca las rodillas. En Ventuejols, degüella a una mujer de cuarenta años, y después a dos niñas les chupa toda la sangre y les arranca el corazón…

No hay aldea en el Gévaudan cuyos registros parroquiales no contengan, en el periodo de aquella primavera de 1765, muchas menciones siniestras de este tipo: “Acta de sepultura del cuerpo de … devorado en parte por la Bestia feroz…” Siempre vigilada, seguida, disparada, perseguida, envenenada y también siempre afamada, reaparecía cada día y parecía divertirse con el terror que inspiraba: se la veía, a lo lejos, emboscarse detrás de un arbusto, erguirse sobre sus patas traseras y gesticular con las delanteras, como para provocar a sus futuras víctimas.

El eco de sus hazañas cruzó los mares; los ingleses, sintiéndose seguros en su isla, se burlaban de los terrores del Gévaudan: una revista de Londres anunciaba jocosamente que un ejército francés de ciento veinte mil hombres había sido derrotado por este feroz animal, el cual, después de haber devorado a veinticinco mil jinetes y toda la artillería, fue encontrado vencido al día siguiente por una gata cuyas crías había devorado.

Esto era ya demasiado: el honor del país estaba en juego y Luis XV, que no se conmovía fácilmente, comprendió que había que actuar y dio la orden a su capitán de arcabuceros, el señor Antoine de Beauterne, de presentarse inmediatamente en el Gévaudan y enviarle a Versalles el cadáver del monstruo. Esta vez se tranquilizaron: la Bestia iba a morir, porque tal era la orden de Su Majestad.
Antoine, su hijo, sus criados, sus guardias, sus lacayos y sus sabuesos llegaron a Saugues el 22 de junio. El arcabucero empezó por despedir a Denneval; después requisó a varios hombres para llevar su equipaje y cuidar de sus perros. Actuaba como un gran señor, seguro de que no tenía nada más que aparentar para vencer. Al saberlo, la Bestia le propuso un desafío: el 4 de julio, a mediodía, se llevó a una anciana, Marguerite Oustalier, que hilaba con la rueca en un campo próximo a Broussoles, y la dejó muerta después de haberle arrancado la piel del rostro.

En su condición de arcabucero del rey, de teniente de sus cazadores y de caballero de San Luis, Antoine intentó permanecer impasible; organizó algunos reconocimientos que no dieron ningún resultado. Los campesinos no se cortaron en decirle que salía muy caro y no estaba haciendo más que los otros. También fue una gran sorpresa cuando, después de tres meses de vacilaciones y festines, le vieron marchar, con todo su equipaje, hacia una zona de Auvernia en la que no se había señalado jamás la presencia de la Bestia. Fue hasta el bosque de la abadía de Chazes, en el que abundaban los lobos. El 21 de septiembre, se encontraba allí, al acecho, cuando vio venir hacia él un animal de gran tamaño, la boca abierta y los ojos inyectados en sangre. No había dudas: ¡era la Bestia! Antoine disparó: la Bestia cayó; había recibido el disparo en el ojo derecho. Aún así, se levantó, pero una segunda bala la alcanzó en el cuerpo; rodó, muerta en el sitio.

Antoine y todos sus guardias se abalanzaron: la Bestia pesaba ciento treinta libras; medía cinco pies y siete pulgadas de longitud y tenía unas patas y unos dientes enormes. Por lo demás, era un lobo, un vulgar lobo, que llevaron triunfalmente a Saugues, donde el cirujano Boulanger procedió a realizar la autopsia. Se llamó a siete u ocho niños que, anteriormente, habían visto a la Bestia y que, severamente interpelados por el señor arcabucero declararon que la reconocían. De todo esto se levantó informe y el señor de Ballainvilliers, intendente de Auvernia, escribió a Su Majestad una entusiasta carta para “agradecerle que se hubiera dignado a socorrer a su buen pueblo del Gévaudan”. El cadáver de la Bestia, transportado sin retraso a Clermont, fue disecado y enviado a Fontainebleau, donde se hallaba la corte: el rey se rió de la simpleza de sus buenos campesinos, cuya superstición había transformado un simple lobo en una bestia apocalíptica.

No obstante, por haber librado para siempre al reino de su pesadilla, Antoine fue condecorado –lo que parece increíble- con la gran cruz de la orden de San Luis, y recibió mil libras de pensión; su hijo obtuvo una compañía de caballería, sin contar con que ganó una fortuna exhibiendo en París la Bestia del Gévaudan; diez años después, aún la mostraba en las ferias de provincia. Oficialmente, la Bestia estaba muerta y ya no se pensó más en ello.

No ocurría lo mismo en el Gévaudan. Allí había incrédulos que aseguraban, con el debido respeto, que el señor Antoine no era nada más que un embaucador; que, en el mejor de los casos, por una excesiva premura por obedecer las órdenes del rey, había matado una bestia, pero que no era la Bestia. Sin embargo, esta ya no aparecía -por adulación, seguramente, porque las buenas gentes aseguraban que pronto volverían a verla.

En efecto, volvieron a verla. Durante las primeras nieves se llevó a una niña de Marcillac, se dio su segundo festín con una mujer de Sulianges de la que no dejó nada más que las dos manos… En los registros parroquiales, los curas tuvieron que volver a escribir: «He enterrado, en el cementerio del pueblo, los restos de … devorado por la Bestia feroz que recorre la región». En efecto, había retomado su errante curso y, a partir del 1 de enero de 1766, se mostró todos los días.

Y claro que era ella! No podían equivocarse: como antaño, cada día se llevaba un niño o una mujer; como antaño, acudía, por la tarde, a los pueblos, ponía sus patas sobre al marco de las ventanas y miraba en las cocinas. Y no era un lobo; todo el Gévaudan lo habría declarado bajo juramento: en diez años, se habían matado en la región ciento cincuenta y dos lobos, y los campesinos no podían estar equivocados.

Ocurrieron dos hechos trágicos extraordinarios. Dos niñas de Lèbre jugaban delante de la casa de sus padres, cuando la Bestia, apareciendo de improviso, se lanzó sobre una de ellas y la agarró con los colmillos. La otra niña, intentando defender a su hermana, saltó sobre la espalda del monstruo, se agarró y se dejó llevar. Al oír sus gritos, los aldeanos acudieron corriendo… demasiado tarde: la cabeza de una de las niñas ya había sido separada del cuerpo; la otra pequeña tenía despedazado el rostro. Un campesino, Pierre Blanc, luchó un día con la Bestia durante tres horas seguidas. Cuando ambos estaban demasiado exhaustos, descansaban un poco y luego reemprendían la lucha. Pierre Blanc la vio de cerca; afirmó que se levantaba sobre sus patas traseras para lanzar mejor sus zarpazos, y que parecía “todo abotonada bajo el vientre”.

El Gévaudan suplicaba que alguien viniera en su ayuda; pero sus lamentaciones no obtuvieron respuesta. El intendente de la provincia no quería exponerse a la desgracia, despertando un asunto que Versalles había declarado cerrado hacía ya tiempo. Volver a hablar de la Bestia habría sido una manera de contradecir al rey, o, al menos, insinuar que le habían engañado. ¿Qué cortesano habría tenido la audacia de arriesgarse a impacientar a Su Majestad por aquellos pocos infelices campesinos? La Bestia estaba muerta. El señor Antoine la había matado, eso era lo definitivo: ya no había nada en lo que insistir.

Y siempre, siempre, la Bestia devoraba a alguien. El 19 de junio de 1767, después de una gran peregrinación a Notre-Dame-des-Tours, a la que todas las parroquias de la región acudieron, el marqués de Apcher, uno de los señores del Gévaudan, organizó una batida; entre los cazadores se encontraba un hombre rudo, de nombre Jean Chastel. Tenía sesenta años, habiendo nacido a principios de siglo, en Darmes, cerca de Besseyres-Sainte-Mary. Era un tipo robusto y piadoso, al que toda la región estimaba por su escrupulosa honestidad y su buena conducta.

Jean Chastel se encontraba aquel día apostado en Sogne-d’Auvert, cerca de Saugues. Tenía en la mano su fusil, cargado con dos balas benditas; estaba recitando sus letanías cuando vio venir hacia él a la Bestia, “la verdadera”. Con tranquilidad, cerró su libro de oraciones, lo guardó en su bolsillo, se quitó las gafas, las plegó en el estuche… La Bestia no se movía; esperaba. Chastel apoyó el arma contra el hombro, apuntó y disparó, y la Bestia permaneció inmóvil: los perros corrieron al ruido del disparo, la voltearon, la desgarraron… Estaba muerta. Su cuerpo, cargado sobre un caballo, fue llevado inmediatamente al castillo de Besques; allí la examinaron y, sí, era “la Bestia”, no era un lobo. Sus patas, sus orejas, la enormidad de su boca indicaban un monstruo de especie desconocida; al abrirla, encontraron en sus entrañas el hombro de una chica, seguramente la que, la antevíspera, había sido devorada en Pébrac.

Se paseó el cadáver de la Bestia por toda la región, luego la pusieron en una caja y Jean Chastel partió, con este triunfal y voluminoso paquete, hacia Versalles. Allí no faltarían científicos que diagnosticaran qué podía ser aquel animal fantástico y se comprobaría que el señor Antoine había engañado al rey. Por desgracia, el viaje se efectuó con los calores de agosto; a su llegada, la Bestia estaba en un estado de putrefacción tal que hubo que darse prisa en enterrarla sin que nadie tuviera el valor de examinarla. De modo que no se sabrá jamás qué era la Bestia del Gévaudan. Chastel, a pesar de todo, fue presentado al rey, que se burló de él. El valiente hombre siempre sospechó que había sido víctima de una intriga de la corte. Pero no se atrevió a protestar; frunció el ceño y regresó a su tierra, donde el recaudador de impuestos le entregó, por toda gratificación, setenta y dos libras.
Nuevas investigaciones históricas sugerirían que Jean Chastel nunca "subió" a París, sino que fue otra persona quien realizó el viaje

Pero el Gévaudan fue menos ingrato que Versalles; Jean Chastel se convirtió en héroe. Su nombre, después de siglo y medio, aún es conocido por todos; un escritor local le consagró un poema épico que consta de no menos de 360 páginas y a cuya elaboración dedicó veinte años; en él, la muerte del monstruo es pintorescamente narrada: aquí vemos al intrépido cazador:

Apuntando su fusil; la bala sale y la bestia
Vomita mares de sangre. Seguro de su victoria,
Viendo que todo esfuerzo, todo grito son vanos,
Chastel exclama: ¡Bestia, ya no devorarás más!


En la Sogne-d’Auvert -¿es necesario añadirlo?- algunos aseguran que en el mismo lugar en el que murió la Bestia, “la hierba no crece más alto una estación que la otra”: siempre es rojiza y ningún animal quiere pastar de esa hierba maldita.

G. LENOTRE Histoires étranges qui sont arrivées, 1933